miércoles, 15 de mayo de 2019

Ya, en la intemperie: una lectura cercana de "La carretera" de McCarthy


Ya, en la intemperie: una lectura cercana de "La carretera" de McCarthy (1)

La carretera es un libro que nos muestra un mundo en donde todo parece familiar, pero en que también todo está destruido. Podemos ver desde el primer momento la travesía de un padre junto con su pequeño hijo alrededor de un mundo post-apocalíptico, un mundo extraño de árboles torcidos que recorren acompañados de objetos del ordinario tales como un carrito de supermercado, su equipaje y una pistola. 
  
"Dios no ha hablado nunca". 
Se trata de vivir en la más pura intemperie en un mundo en donde no hay techos y no es posible volverlos a reconstruir. En las primeras páginas somos introducidos a este mundo que es una herida punzante en donde todos los parlamentos de los personajes están acompañados de lo que parece ser un eco. No existe nadie, aparte de ellos dos caminando por la tierra maltrecha. No existe nada. No se ve nada. Solo una peregrinación hacia el sur donde el niño empieza de una manera directa a ser consciente de su mortalidad y le pregunta a su padre si se va a morir. La respuesta es simple: "Algún día, pero no ahora". 
Dentro de todo este panorama fantasma, hay algunas cosas que podrían ser consideradas confortes. Los sueños del narrador, las presas que prometían aguantar años y la coca cola. Cosas rutinarias que, puestas en otra situación, se vuelven un vínculo de la sociedad pasada hacia la sociedad extinguida. 
Antes, cuenta el narrador, no eran los únicos. Había tropas de sobrevivientes que se amontonaban en la carretera esperando por las cosas que estaban por venir. Ahora, ya no había sonidos, o como lo dice McCarthy: "No hay interlocutores de dios, se han ido, me han dejado aquí solo y se han llevado el mundo". 
Son personas que viven afuera del mundo, y es imposible vivir afuera. 


Ojalá tuviera corazón de piedra”. 
Caminan por todas partes con los pies hinchados, ruinas, casas, camiones. En ninguno, por más cómodo que puedan sentirse, se quedan. El fuego les recuerda la aparente extinción de la raza humana, pero esta figura del fuego también nos dice algo: 
“Cuerpos humanos, espatarrados en toda suerte de posturas. Resecos y encogidos en sus prendas podridas (..) se extinguió dejando un tenue dibujo en la incandescencia. La forma de una flor, una rosa fundida. Después reinó la oscuridad”. 
Hasta, qué, los viajantes en el fin del mundo parecen encontrar a alguien. Al menos esos dicen las huellas frescas en el alquitrán. Pero este encuentro humano no viene con el reconfortante sentimiento de no sentirse solos, sino que tiene el efecto contrario. Ver a un hombre agonizar horas después de haber sido golpeado por un rayo y no había nada que se podía hacer debido a lo poco que se tiene en manos. Él no es más que la excepción que acentúa la regla. 
Cabe recalcar que, aunque el narrador ha experimentado el mundo pre-catástrofe, su hijo no, así que este está condenado a crecer en un limbo donde no sabrá lo que vino antes pero que no puede inventar lo que vendrá después por esa misma razón. Aquello lo llena de preguntas, que a menudo le rompen el corazón. Su esposa no era tan fuerte, varias veces dijo quererse suicidar, total, después del apocalipsis todos estaban muertos. Los sobrevivientes solo lo son por un pequeño espacio de tiempo. 
Luego, ¡zas! dejan de serlo. 

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