jueves, 18 de octubre de 2018

Inventario


Cuando tenía dieciséis años soñé que no me querían. Los buitres venían por mí y me arrancaban las uñas.
la muerte me llamaba cada vez que cerraba los ojos. Me pinté de negro y me volví diminuta. Quemé todas
mis barajas y mis crucifijos. Me alimenté de fango por dos años.
Aún una costilla se pregunta el porqué.
Cuando las luces están prendidas lo asimilo. Tomo café sola. Algún día me enterarán sola. Le escribo libros a personas que no existen. 
Aprendí a escribir porque limaba mis uñas y no entendía como funcionaban las pistolas. Aprendí a dormir porque el mundo me había restado y yo no sabía de economía. Aprendí a escribir porque la pulsión de mis dedos contra el lápiz tenía sentido.
A los dieciséis me reconstruí de nuevo, salí del centro de la tierra con mi herencia de molusco. También dejé de rezar. Lloré mucho. Lloré hasta que se llenaron mis pulmones, mi habitación, mi casa. La cantidad de agua era impresionante. Coloqué mi corazón fuera del pecho, en alguna estantería y cuando creo hallarlo, no son más que malas noticias.
La verdad es que he perdonado. He pasado por todas las etapas. Construí un templo, lo quemé y dejé flores en las cenizas. Me repetí hasta el infinito que lo merecía. Pasaron los años y yo seguí soñando que el amor compartía cama con alguien más a lo que yo contemplaba.
A los dieciséis soñé que no me querían y ese fue el comienzo de la mala suerte que se prendería a mis poros, a mi collar y a mi manera desigual de caminar. Ahora tengo veinte y sigo soñando que no me quieren.
He dejado de dormir en absoluto. 

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